El hipotético sueño húmedo que suponía (en principio) ver a la vez en pantalla a Scarlett Johansson y Natalie Portman se tornó en una suerte de gatillazo, un coitus interruptus de cuyas secuelas tardaré en recuperarme. A la espera de que el director de la cinta, Justin Chadwik, pida perdón públicamente por el delito cometido y se haga el seppuku en televisión por directo, me conformaré con describir esta bobina de celuloide pútrido. La película falla en los pilares base de la pre y posprodución, es decir, guión y montaje. Respecto del primero diré que al principio los diálogos se hacen insufribles. Anacrónicamente modernos en su contenido y de una antigüedad rancia en su forma. Cuando uno ya se sobrepone a esto, la ignominia se traslada a la manera de encadenar acontecimientos en la historia. Pero es el montaje lo que termina por destruir nuestra cordura. Una película entrecortada, que casi mezcla los diálogos de una escena con la siguiente y que enlaza secuencias de estética tan opuesta que chirrían y casi dañan la vista. El bochorno que se pasa al ver Las hermanas Bolena sólo es comparable a despertarse un día en medio de una iglesia llevando únicamente un tanga de leopardo. Espero que jamás escape del infierno (pero que sí lo hagan pronto sus dos protagonistas) y que arda y arda y arda hasta que el tiempo deje de ser tiempo. Aún así no compensaría todo el mal que va a producir a todo aquel que la vea. ¡Al infierno!
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