domingo, 12 de diciembre de 2010

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No será la primera vez que se le acuse a Alejandro González Iñárritu de realizar una película sacando provecho del dolor y vendiéndonos como si se tratase de un parque temático un viaje preciosista al país de las miserias. Y ciértamente acusarle de esto no sería en vano, pues lo ha vuelto a hacer. Pero eso es tan cierto como que su juego de manipulación de sentimientos me ha vuelto a gustar. No es el del mejicano un cine sutil ni tampoco honesto, pero sí que es un cine que consigue llegarnos profundo, expresar unas ideas y dejarnos un poso de imágenes y sonidos (bella partitura de Gustavo Santaolalla) lo suficiente sensuales y enigmáticos como para que recordemos durante un tiempo su película y así podamos reevaluar lo que con ella intentaba expresarnos. Pero ese bonito ejercicio técnico (en especial el trabajo de fotografía de Rodrigo Prieto es espectacular... quizá su principal defecto sea la posibilidad de eclipsar el resto y mostrarnos la miseria de un modo demasiado bello...) se quedaría en nada si no fuese por el grandísimo trabajo de Javier Bardem quien, como se viene diciendo, logra la mejor interpretación de su carrera. Y este sí que lo hace desde la honestidad, sin engaños, sin trucos. Sin tics, ni gestos, ni acentos extraños. Bardem se muta en este hombre en un trabajo que (quizá se nota demasiado) está hecho desde el amor y el respeto a su personaje. Otro gran acierto del film es su apuesta por los elementos fantásticos de la trama, que no sólo bañan la película de un aura de magia sino que también consiguen alejar al espectador cuando lo es necesario por el exceso de carga de (incómoda) realidad. Quizá no sea la gran película que se podía llegar a esperar, pero en todo caso vale definitivamente la pena.

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